Moosburg Online: www.moosburg.org Stalag VII A
Stalag VII A: Historia oral


Amadeo Sinca Vendrell

Prisioneros
Stalag Trier
Stalag Nuremberg
Stalag Moosburg
KZ Mauthausen

Amadeo Sinca Vendrell: Lo que Dante no pudo imaginar: Mauthausen-Gusen 1940-1945. Producciones Editoriales, Barcelona 1980, pág. 69-87

Lo que Dante no pudo imaginar

[...]

PRISIONEROS

20 de mayo de 1940. Fecha inolvidable para nosotros, puesto que en este día fuimos apresados por las hordas alemanas que invadían Francia.

Nuestra moral, que hasta entonces había sido firme, e inconmovible, decayó en parte, después de luchar incesantemente durante 32 meses en España y de arrostrar mil veces la muerte en nuestro país y fuera de él y después de haber sobrellevado las múltiples calamidades, que sólo nosotros conocimos en los campos de concentración.

En un instante, por inexperiencia o incomprensión de quien nos mandaba, habíamos caído en poder de nuestros peores enemigos: ¡los alemanes!

Nuestra sorpresa fue tan violenta que quedamos la mayor parte de nosotros en un estado indeterminado de voluntad, no consiguiendo que nuestro pensamiento reaccionara, orientándonos en planes que pudiesen favorecer nuestra liberación de aquel horrible cautiverio que nos esperaba y que presentíamos con todas sus monstruosidades.

Algunos compañeros pudieron escapar, cuando hicieron su aparición los alemanes, al encontrarse dentro del bosque y al observar su violenta actitud, huyeron librándose de ser hechos prisioneros.

Los demás, sin precisión exacta, automatizados, seguimos el mando francés, carretera adelante, hacía lo desconocido... los campos de concentración alemanes, martirio y muerte de tantos y tantos miles de seres humanos.

No he visto jamás un espectáculo como el que ofrecían las carreteras.

Conforme marchábamos, nos veíamos envueltos en ese profundo silencio de las grandes tragedias, presentándose el espectáculo a cada instante más sombrío.

A ambos lados de la carretera, todo era desolación.

Cadáveres por doquier, marcándose en sus rostros desfigurados muecas de dolor; vehículos de todas clases destrozados; árboles desbrancados cual si rayos hubiesen descargado su furia destructora; casas demolidas; miseria, desorden, ruinas, un espectáculo deprimente y desolador.

Decíame, por aquí ha pasado la muerte como fuego en oleadas devorando todo germen que significa vida.

Echando atrás la cabeza como quisiera contemplar lo que tanto para mí es esperanza: ¡España!, se me presentaba un espectáculo con visiones horribles; una línea interminable de seres absorbidos en su yo, sin voluntad, cual si hubiesen perdido la noción de la existencia, se confundían en el horizonte perdiéndose la vista en re mota cumbre, cual pináculo que ante el contraste del Sol tenía la blanca pureza de un copo de algodón.

Dirigía, de vez en cuando, mi incierta mirada al espació, volvía mis ojos contemplando la grandeza del Sol que, con sus rayos opacos, se elevaba majestuoso entre blanquecinas gasas transparentes, como queriéndose ocultar del espectáculo doloroso que trascendía de tantos seres humanos, que forzados en su sentimiento tenían que trasladarse hacia lo desconocido, dejando tras sí, sus j seres más queridos.

Mi imaginación volaba, ni un solo momento mi pensamiento armonizaba el futuro, el porvenir tan incierto, presentándose ante mis ojos la gran tormenta que, en su desenfreno, oscurecía el espacio.

Mi espíritu, en sus múltiples manifestaciones, voceaba en la propia naturaleza, transformando constantemente la realidad existente en contrastes poéticos.

Reaccioné y me dije para mí mismo: esto es vina faceta más de la nueva lucha que tantos millones de seres humanos mantienen para conseguir la libertad.

Mi voluntad se afirmó, mi moral se elevó ante la contemplación del espectáculo que la naturaleza en su magnificencia brindaba a nuestro paso, corno indicando, si sois vencidos, de momento, seréis vencedores del mañana; desde aquel instante, a pesar de nuestro doloroso destino, mi optimismo confiante predominó en mis actos.

Transformábase en mi mente, vertiginosamente el paisaje de horror con ansias intensas de vivir.

Veía y describía mi imaginación paisajes folklóricos, praderas exuberantes, vergeles olímpicos, pájaros de plumas multicolores que con su canto armonizaban el conjunto en músicas y susurros deliciosos: ¡Vida! ¡Todo era vida!

Decíame, que un día no muy lejano, el brillo resplandeciente de la libertad, con su hermosa y luenga cabellera irradiando a raudales sus rayos magníficos, establecerían en el mundo la paz y el amor fraterno.

Despertando de nuevo a la realidad, marchábamos en columna de a uno, tristes, silenciosos, observando cómo por nuestro lado y siempre en dirección a Francia, avanzaban enormes caravanas de automóviles, camiones, motocicletas, tanques, cañones, etc..., protegidos por numerosas escuadras de aviación negra, tan negra, como el alma de sus ocupantes.

Eran las columnas germanas, que después de haber roto el frente francés, se desbordaban sobre las hospitalarias tierras de Francia, avasallando, violando y robando en su marcha, con ferocidad sin límites.

Nosotros seguíamos nuestra marcha sin que nadie nos custodiara, aun cuando no era necesario.

Por una parte, nuestra falta de moral nos impedía intentar la fuga y por otra, resultaba prácticamente imposible el pensar en ella. Sólo nos quedaba un recurso y una esperanza: el encontrar un lugar propicio para poderse camuflar, pasar desapercibido, adquirir ropas de paisano y convertirnos en pacíficos campesinos.

Cada cual soñaba con esta oportunidad, no atreviendo; se a exteriorizar sus pensamientos, por temor a que divulgarse la idea, fracasara el plan.

Era el egoísmo, el deseo de vivir el que predominaba; no obstante, esta oportunidad no llegó jamás.

Cuando habíamos caminado unos kilómetros, nos encontramos con otros grupos de prisioneros franceses uniéndonos a ellos.

De vez en cuando, deteníanse unos segundos las caravanas alemanas y después de señalarnos imperativamente el camino que debíamos de seguir, siempre en dirección de Alemania, continuaban su marcha triunfal.

En los intervalos, en que no pasaban los alemanes los aprovechábamos para destruir, silenciosa y dolorosamente, nuestros documentos y papeles de identidad españoles.

Temíamos que nuestra condición de exiliados «rojos» pudiese agravar nuestra situación y confiábamos que el hecho de pertenecer a Compañías de Ingenieros Zapadores del Ejército francés y el haber sido hechos prisioneros, como componentes de dicho ejército, fuese una atenuante para nosotros, puesto que legal, humana y lógicamente, debíamos ser considerados prisioneros de guerra franceses.

Con el teniente Simón, en un momento que pudimos! caminar juntos, sostuvimos la siguiente conversación:

«Amigo Sinca, conozco a los alemanes porque fui prisionero en la guerra del 14 y sé lo que son; voy a evadirme con el teniente de Sanidad y espero que la suerte nos acompañará.»

Apretando su mano, le contesté: .

«Que así sea; yo voy tras lo que el destino me depare.»

Con un «Salud y suerte», nos separamos y observé que, en un momento propicio, desaparecieron ambos. Días más tarde volvíamos a encontrarnos. Fracasada la evasión, fueron dos números más en la larga e interminable fila de prisioneros que marchábamos hacia el incierto destino.

A medida que avanzábamos, iban uniéndose a nosotros soldados de todas las nacionalidades: franceses, españoles, belgas, ingleses, senegaleses, moros, etc...

Al final de la primera jornada, pasábamos de dos mil hombres. Acampamos al aire libre en un prado, como seres destinados al sacrificio.

Nos encontrábamos cerca de Cambrai. A partir de ese día, dio principio nuestro calvario. Nadie puede suponer los sufrimientos morales y materiales que tuvimos que soportar.

Mil veces llegamos a desear la muerte. Después de tres a cuatro horas de descanso, debíamos reemprender nuestra marcha.

Fuerzas de la «Wermacht» nos custodiaban y obligaban constantemente a acelerar nuestro paso, haciendo caso omiso de nuestro cansancio y no proporcionándonos ni un mal pedazo de pan para llevar a nuestra boca.

En su afán, de torturarnos, impedían detenernos ante las fuentes que encontrábamos en nuestro camino, y prohibían a la población civil de los pueblos que atravesábamos, nos obsequiaran con artículos alimenticios: tabaco, bebidas, etc...

Se nos negaba hasta el agua.

Nuestra columna seguía aumentando de una manera exorbitante.

De dos mil prisioneros, pasamos a cuatro mil, luego seis mil y así sucesivamente; días más tarde, llegábamos, aproximadamente, a alcanzar la cantidad de sesenta mil nombres, de todas las razas y todas las nacionalidades. A los ingleses, los alemanes les denominaban «Tommies» y los trataban peor que a los demás.

A medida que marchábamos, encontrábamos infinidad de alemanes muertos, a ambos lados de la carretera, cuando tropezábamos con ellos, los alemanes que nos custodiaban, exigían a los ingleses abrir fosas, obligándoles a enterrarles. Esta macabra tarea la reservaban exclusivamente para los británicos, y en pago de ello, no les daban ni comida.

Por lo menos, si bien a nosotros no nos proporcionaban alimento alguno, no nos hacían trabajar.

De esta manera, andando a marchas forzadas y descansando de cuatro a cinco horas diarias, sin comer y sin beber, recorríamos unos cuarenta kilómetros diarios.

Nuestra columna de prisioneros iba controlada y vigilada, desde la cabeza a la cola, por numerosos alemanes montados en motos y bicicletas.

No podía existir el cansancio en nosotros: cuando algún desgraciado exhausto de fatiga se permitía el lujo de sentarse en las orillas de la carretera, separándose del la formación, los verdugos hitlerianos que nos custodiaban, le obligaban a levantarse a golpes, teniéndose que incorporar, de nuevo, a la columna.

Así llegamos a Bélgica y después de varios días de fatigosas y forzadas marchas, pisamos territorio alemán.

En un cruce de carreteras, próximo a Alemania, separaron a los ingleses de nuestra columna y ya no volvimos a saber más de ellos.

Después de quince días de marcha, extenuante por completo, pernoctamos en un campo provisional, donde nuestros guardianes nos permitieron descansar seis horas consecutivas.

Aquel descanso excepcional fue como un bálsamo que alivió nuestros cuerpos agotados.

Empezaba a anochecer.

Poco a poco aparecía el espacio nebuloso y negruzco transformándose en los últimos destellos del Sol, en color rojizo.

Poco a poco, aparecía la bruma, cubriendo el espacio! y transformándolo.

Cruzaban el aire bandadas de negros cuervos. Nos hallábamos recostados al abrigo de los árboles, sirviéndonos la hierba como blando lecho.

Por doquier se veían rostros pálidos, ceñudos y silenciosos, chupando algunos (los que aún tenían) sus cigarrillos.

El hambre empezaba a hacer sus estragos en nuestros fláccidos estómagos, cubiertos con el manto de la noche en la bruma espesa; los focos de los coches que pasaban por la carretera nadaban como una nube, dando un resplandor azulado, fugaces y temerosos de alumbrar nuestros miserables cuerpos.

Sobre el manto negro de la noche, a intervalos inciertos, producíanse manchas rojas al encenderse algún cigarrillo, muriendo fugaces, como si fuesen gotas de sangre, en medio de la densa niebla que nos envolvía.

Al día siguiente, contemplábamos con cierto regocijo la aproximación, con su andar perezoso, de dos apacibles y confiadas vacas, conducidas por varios soldados y jefes alemanes.

Los prisioneros observábamos los cornúpedos, intensamente impresionados, ante la perspectiva de una buena comida.

Cuando los jefes alemanes llegaron a nuestra altura, sacando sus respectivas pistolas, dispararon sobre las inocentes vacas; éstas cayeron desplomadas, y nosotros esperábamos ver, después del sacrificio, que iba a procederse al descuartizamiento de las mismas, para luego ser repartidas equitativamente ante los millares de presos, que componíamos la columna. Pero no fue así.

Terminado el cometido, los jefes alemanes, riéndose cínicamente, nos señalaron los animales sacrificados y con un ademán que traducido quería decir:

«Ahí queda esto», se retiraron unos pasos del lugar del sacrificio, para mejor contemplar y regocijarse del espectáculo ignominioso que pronto iba a ofrecer a su vista.

En efecto, los prisioneros comprendimos al estado moral que deseaban llevarnos la morbosidad de nuestros cancerberos.

El resultado de esta bajeza meditada contra nuestros estómagos amordazados por el hambre, convirtió en oleada tumultuosa los miles de hombres amontonados, que lanzáronse sobre los cuerpos aún calientes de las dos reses sacrificadas; carentes de todo objeto cortante, utilizando nuestras manos como garras, en pocos instante no quedó rastro alguno de ambos animales.

En la batalla librada para conseguir un poco de carne, los menos afortunados tuvieron que contentarse a girones de piel, que aunque correosa, también servía de lastre para el estómago.

Como es natural, hubo unos cuantos más afortunados que pudieron hacerse con unos trozos de carne, y éstos comieron.

El resto de la columna, en su mayor parte, continuó sin probar bocado, porque tuvieron la desgracia de llegar a tiempo para coger ni un hueso siquiera para roer.

Afortunadamente, permitieron los alemanes encender fuego y esto sirvió para evitar comer la carne cruda.

Mientras se desarrollaba el anterior espectáculo, propio de caníbales, nuestros cínicos guardianes reían a mandíbula batiente.

¡Qué contraste y qué crimen! Dos vacas para más de sesenta mil hombres.

Estando yo conversando con un sargento francés prisionero, comentábamos el horroroso espectáculo que acabábamos de presenciar.

El sargento francés me dijo:

«Mira esto, es la organización alemana. Traen dos vacas, las matan y las dejan abandonadas a nuestro albedrío, y como consecuencia del hambre, se produce una batalla de carácter primitivo y salvaje, como el espíritu alemán. El que tiene más fuerza y es más intrépido, éste come; el débil, el enfermo o el que es viejo no tiene derecho a comer. Este es el país donde sólo impera la brutal razón del más fuerte.»

Aún no había terminado de pronunciar estas últimas palabras, cuando un sargento alemán que pasaba por allí, mirando y riendo de cuantas barbaridades hacía cometer el hambre, embruteciendo el entendimiento humano, se paró ante nosotros y con aire despótico se nos quedó mirando, como queriéndonos decir: «Sois nuestros esclavos.»

El sargento francés, que me acompañaba, entabló conversación con el alemán, diciéndole:

«Llevamos varios días sin comer; lo que ustedes han traído es insuficiente para todos, ¿podrían ustedes favorecernos en algo más?» El teutón contestó: «¿Cuántos días lleváis de prisioneros?»

—Unos quince días —respondió el francés.

—Yo —replicó el teutón—, en la guerra del 14 al 18 caí prisionero de los franceses y me tuvieron doce días sin comer, con agua hasta las rodillas; así es que vosotros todavía podéis esperar unos días más, hasta que lleguéis a vuestro destino.

Satisfecho de su respuesta, el sargento hitleriano soltó una carcajada histérica y se alejó de nosotros.

A nuestra vez, el sargento francés y yo nos separamos silenciosamente mientras pensábamos «in mente»: estos alemanes no forman parte de la raza humana, esto no son hombres, son hienas.

Días más tarde, después de sufrimientos sin fin, llegamos al primer campo alemán que nos tenían asignado, cerca de un pueblo llamado Trier. El Stalag en cuestión (éste es el nombre con que los alemanes denominaban a los campos de prisioneros), que traducido literalmente significa o quiere decir: campo de soldados.

Tenía un número, el cual no recuerdo, pero que todo el mundo conocía por el:

STALAG TRIER.

Fue allí donde los españoles sufrimos las primeras y duras humillaciones de nuestro cautiverio.

Este Stalag era inmensamente grande, siendo una prueba de ello, el que había instaladas tres enormes cocinas, las cuales no daban abasto a tantos millares de prisioneros que allí nos encontrábamos encerrados y casi amontonados.

Estaba situado en la cima de una gran meseta, en lo alrededores del pueblo antes mencionado.

Desde el campo observábamos perfectamente el pueblo y nos contentábamos, quizá con un poco de envidia, al ver cómo se paseaban sus habitantes en una aparente libertad.

A un lado del campo existía un gran palacio, donde residían los guardianes del Stalag.

Aquel edificio era la Comandancia nazi.

El campo estaba rodeado de una doble alambrada excesivamente alta y de trecho en trecho, se encontraban situadas unas torres de madera, con sus correspondientes centinelas armados con armas automáticas, impidiendo un posible intento de fuga.

Por otra parte, el gran control ejercido por los soldados alemanes, que constantemente daban vueltas po el interior del recinto, entrando y saliendo de las barracas, no nos dejaban un momento de tranquilidad, por lo que hubiese sido materialmente imposible intentar escaparse.

Diariamente entraban y salían grandes expediciones de prisioneros que inmediatamente se mezclaban entre nosotros.

Allí andábamos hombres revueltos de todas las nacionalidades y de todas las razas.

Allí no había distinción entre elementos militares o civiles: todos éramos prisioneros de guerra.

Cuando nuestra expedición llegó al Stalag Trier, se nos concentró en la plaza del campo y fuimos clasificados por nacionalidades, llevando cada una de ellas a barracas distintas.

Quedamos sólo por distribuir los españoles que formábamos un grupo de unos ciento cincuenta hombres y que esperando nuestro turno, permanecimos formados y a pie firme durante largas horas, hasta que por fin, después de que todo el resto de la expedición estuvo distribuida en sus respectivas barracas, se acercó a nosotros un oficial alemán, elegantemente vestido, acompañado de un soberbio perro lobo.

Nos hizo formar en una sola fila, pasándonos minuciosa revista, deteniéndose frente a cada uno de nosotros y mirando fijamente nuestros rostros sin pronunciar una sola palabra. Al llegar a la altura del muchacho más joven del grupo, apellidado Flordelís, se detuvo y saliendo de su mutismo, preguntó la edad que tenía,

—Diecinueve años —contestó el muchacho.

—¿Comunista? —inquirió el oficial alemán.

—No, señor —respondió el muchacho.

Entonces el oficial soltó una carcajada estridente y sacando la pistola, haciendo ademán de ametrallarnos, nos dijo:

«Todos rojos, comunistas: todos muertos.»

Acto seguido desapareció, dejándonos formados en la plaza.

Momentos más tarde llegó la orden de controlarnos en una barraca dedicada exclusivamente a los españoles.

Los primeros días de permanencia en el Stalag Trier, nos obligó a organizamos para soportar nuestra vida y vivirla lo mejor posible.

El capítulo de humillaciones fue reservado para los españoles, o por lo menos, nosotros así lo consideramos.

En el interior del campo existía un pequeño bosquecillo donde los prisioneros cumplían sus necesidades, puesto que aun cuando existían recipientes, eran insuficientes por tantos miles de hombres allí acumulados. Había quien no podía esperar mucho tiempo el turno correspondiente, y por esta razón tan poderosa el bosquecillo era constantemente visitado.

Un día, uno de mis mejores amigos llamado Primitivo (muerto después de una manera trágica en el campo de Gusen) que pertenecía, como yo, a la 103 Compañía de Trabajadores Extranjeros, encontrándose en dicho bosquecillo, fue sorprendido por un soldado alemán que estaba de vigilancia y control en el campo; el guardia con un bastón que llevaba azotó varias veces a Primitivo, haciéndole recoger los excrementos con las dos manos y se los hizo pasear por todo el campo; después de más de media hora de paseo, le acompañó a uno de los recipientes y le hizo vaciar su maloliente contenido, llevándole más tarde, a una de las barberías del Stalag donde le hizo cortar el cabello en la mitad del cráneo, así como afeitar le media cara y medio bigote.

Debo señalar que este muchacho era privilegiado de una abundante barba y un majestuoso bigote, que guardaba desde nuestra guerra en España.

Ridiculizado de esta forma, fue paseado, nuevamente por todo el campo entreteniéndose y mofándose algunos alemanes, sacándole fotografías.

Aproximadamente permanecimos unos veinte días en el Stalag Trier, aun cuando allí no se nos daba banquetes, por lo menos pudimos absorber algo caliente todos los días, y reponernos un poco del cansancio y fatigas producidas por las enormes marchas realizadas días anteriores.

Súbitamente, y cuando menos lo esperábamos, llegó una orden urgente del mando alemán, exclusiva para los españoles, y, después de hacernos recoger nuestros equipajes y mandarnos formar, fuimos trasladados debidamente custodiados al exterior de Trier, donde se nos encajonó en grupos de cincuenta a sesenta hombres en unos vagones de mercancías, herméticamente cerrados, dejándonos sólo una pequeña obertura para la renovación del aire.

Dos días con sus correspondientes noches, pasamos e los vagones sin comer ni beber, haciendo nuestras deposiciones en el propio vagón, sin ver nada ni saber dónde nos conducían, y por fin, casi convertidos en guiñapos más que en hombres, nos hicieron descender en una estación próxima a Nuremberg.

Desde aquel momento fuimos custodiados por fuerzas de la S.S., armados con fusil y bayoneta calada y conducidos al campo de;

NUREMBERG (Stalag XIII A)

encerrándonos en dos barracas especiales, aisladas completamente del resto de los internados, pertenecientes a otras nacionalidades.

El Stalag XIII A, es el campo mayor conocido por mí. Su capacidad es inmensa, posiblemente, a juicio mió, puede contener más de un millón de seres humanos.

En el interior del campo existen largas avenidas que la vista no alcanza a ver su fin.

Innumerables alambradas circundan el campo. Pude constatar, en dicho campo, la existencia de campos de deportes, campos de aviación, varios hospitales, barracas grandiosas, o mejor dicho, tiendas de campaña de grandes dimensiones que albergaban cientos y miles de prisioneros civiles y militares que constantemente iban llegando. Además existían barracas de madera de carácter permanente.

Cada internado poseía una cama metálica con su colchoneta y una manta, pero nosotros, los españoles, como favor especial, se nos dio solamente una cama de hierro a cada uno, pero se nos suministraba una buena cantidad de té, dígase agua, y al mediodía se nos daba un litro de puré de patatas, con pequeños trozos de carne, y por la noche apenas doscientos gramos de pan, con su correspondiente salchicha de unos setenta y cinco gramos, o en su defecto, un pedazo de queso y unos gramos de mantequilla.

Después de tan suculento ágape se nos invitaba con un desnaturalizado café sin azúcar.

Las alambradas, además de circundar el campo, separaban unos grupos de barracas de otros, formando islotes tan reducidos y contenidos en su espacio, que no nos quedaba suficiente lugar para pasear.

Todos los días a las 18.30 horas, un pelotón de soldados alemanes nos obligaban a entrar en nuestras respectivas barracas, y el jefe del pelotón, después de ordenar fueran cerradas las ventanas con baldón, cerraba por sí mismo la puerta de salida de cada una de las barracas. En el interior de nuestro alojamiento habían colocado diversos recipientes que servían para deponer nuestras necesidades corporales.

Al siguiente día por la mañana, por riguroso turno, los internados limpiábamos dichos recipientes.

El control diario, que se ejercía como higiene en la barraca, era llevado personalmente por un jefe alemán excesivamente exigente y autoritario.

Dos veces a la semana, el mismo jefe acompañaba a los enfermos, juntamente con una guardia especial, hasta la enfermería.

Al cabo de quince días de rigurosa estancia, llegó un día el jefe alemán haciéndonos formar a todos, saliendo en dirección a la Comandancia alemana, dentro del campo.

Nadie sabía para qué éramos conducidos.

Llegados a las cercanías de dicha Comandancia, nos hicieron formar, tomándonos a todos la filiación personal, las huellas digitales, y por último nos fotografiaron, dándonos una pizarra en la cual iba inscrito el número de presidiario de cada uno de nosotros.

En esta labor pasamos toda una mañana, terminando a las tres de la tarde en cuya hora regresábamos, siempre estrechamente vigilados, a la barraca.

Rápidamente, porque el hambre mordía nuestros estómagos, comíamos el execrable condimento que se nos proporcionaba.

Pasaron unos días en relativa calma.

Al final se presentaron en nuestra barraca nuestros constantes guardianes, con unos ocho hombres elegantemente vestidos de civil, hablando correctamente el español.

Nos dieron la orden de salir de la barraca, formar y pasar a un llano no lejos de la misma; allí nos hicieron sentar en la hierba y fue donde hemos sufrido el registro más intenso y minucioso que hemos tenido durante todo el lapso de nuestro calvario.

Uno escribía a máquina, otro pedía la filiación total del individuo, y el resto hacían llamar hombre por hombre, ordenando que nos desnudáramos por completo, controlando la boca y todo el cuerpo.

Después nos hacían apartar de la ropa que habíamos dejado en tierra, inspeccionándola minuciosamente: bolsillos, costuras y todo lo que pudiese indicar motivo de secreto alguno.

Apartando documentación o papeles el que tenía, con suma atención.

Terminado este registro tan escrupuloso, se nos ordenó vestirnos de nuevo e incorporarnos a los grupos que ya habían terminado.

Este registro duró desde las siete horas de la mañana, hasta las 5.30 horas de la tarde, sólo para un total de unos doscientos hombres.

En este registro ocurrió un caso curioso a un español, mi amigo Juan Zamora.

Entre los papeles que llevaba en su ropa, encontraron un trozo de periódico alemán viejo, que lo recogió por si tuviese necesidad de usarlo. Este papel le costó a mi amigo Zamora varias declaraciones en la Comandancia alemana. En cada una de ellas le acompañaban sus correspondientes palizas, y al fin de tantos interrogatorios, consideraron no darle importancia, porque verdaderamente no la tenía.

Transcurrieron 25 o 26 días, llegando un día la orden de formación general de todos los españoles y como consecuencia la partida.

Era hora ya, pues si llegamos a estar en aquel campo un mes más, la mitad hubiésemos quedado atrofiados.

Hicieron las listas del transporte, formamos entregándonos el racionamiento de un día, para el camino y partirnos hacia la estación, custodiados como siempre cual vulgares criminales. Tras dos días de ferrocarril, y en condiciones pésimas inimaginables, llegamos al campo de;

MOBSBURG [Moosburg] (Stalag VII A)

Este campo, a pesar de que fuimos maltratados y apaleados al principio, más tarde resultó ser uno de los mejores campos que estuvimos con respecto a la comida y trabajo.

Habían franceses, polacos, moros, senegaleses, etc. Se le llamaba el campo de los «perros» pues los S.S. patrullaban por el mismo constantemente con perros policías especiales que atacaban, en donde veían algunos grupos, en los que se intercambiaban objetos unos a otro,o bien, hombres que se dedicaban a buscar las peladuras de patatas para comer. Era entonces cuando soltaban los perros, y si eras alcanzado por falta de tiempo para meterte en alguna barraca, te mordían dejándote semidestrozado.

En el mismo día que entramos en el campo, observamos todos nosotros atónitos como un perro de estos salvajes, acometía ferozmente a un moro que andaba camino de su barraca: el desgraciado quedó muerto, después debatirse inútilmente de las garras de aquella fiera.

En este campo fue donde los españoles pudimos constatar la ferocidad que alimentaba la inteligencia de la raza alemana.

El amigo Telechea se trasladaba de una barraca a otra con un plato de comida para su hermano, con tan mal fortuna, que al salir tropezó con un guardia de la S.S., el cual le soltó el perro. El muchacho no tuvo tiempo di huir y al ser atacado se le vertió la comida. Fue mordido en la pierna derecha (muslo) cerca de sus partes.

Acto seguido, el guardia dio orden al perro de que abandonase su víctima.

El amigo Telechea fue conducido a la enfermería, donde se le hizo la primera cura de urgencia; hecha esta operación, fue trasladado de nuevo a la barraca. Por la noche, a eso de las nueve horas, vino el guardia de la barraca preguntando por el español que había sido mordido por su perro, le trajo un poco de comida, añadiendo que le perdonase, pues él era uno de los guardias que se veía, precisado acatar y cumplir las órdenes emanantes del mando alemán.

Con esa explicación consideraban que sus crímenes estaban exentos de ulteriores juicios.

Digno de mención eran, también, los grandes y consecutivos disturbios que se producían en el campo, durante el intercambio de los objetos.

Muchas de las veces eran motivados por los mismos oficiales alemanes que, delante de todos, querían conseguir partes de ellos, sin ofrecer en cambio cosa alguna.

En este campo trabajé de pelador de patatas primero, y después de albañil.

Fue allí donde vi al compañero Pey que se encontraba en los Batallones de Marcha.

La estancia en el campo de Mobsburg [Moosburg] (Stalag VII A) no fue tampoco muy larga: un mes aproximadamente.

Cierto día, como en los otros campos anteriores, se corrió el rumor de que los españoles íbamos a ser repatriados (se aseguraba que esto lo había manifestado un oficial alemán personalmente, en nuestra barraca).

Cuán no sería nuestro entusiasmo al correr estas manifestaciones.

No obstante, en ellas se ocultaban la verdad cruda.

Un día y con orden urgente, nos hicieron formar para partir.

Como siempre confección de listas de transporte, anotando como algo extraordinario; nombres, apellidos y oficio, preguntas que nos llenaron de incertidumbre, puesto que había diferentes rumores, en los que se afirmaba que partiríamos hacia Austria (alrededores de Linz) para trabajar en un campo, cada uno en su oficio o profesión y que después de tres meses de prueba seríamos liberados y trasladados hacia España.

El hombre siempre vive de esperanzas, y como es natural, la mayoría no pensábamos en un mañana peor.

La ilusión más optimista nos hacía vivir en aquellos momentos, intensamente. Consultaba yo con varios de mis amigos, entre ellos Busquets, Emilio y otros tantos, s posibilidades verídicas que circulaban alrededor de nuestra situación.

Al fin, fuimos trasladados a la estación, esta vez más escrupulosamente guardados que de costumbre, haciéndonos entrar en vagones pestilentes, que servían o habían servido para traslado de animales porcunos.

Nos entregaron un pequeño trozo de pan con su correspondiente 60 a 75 gramos de salchicha, todo esto para 24 horas, teniendo que mantenernos con tan abundante comida durante dos días.

Por las rejillas de los vagones observábamos el paso de las estaciones, sin notar nada de anormal.

Al llegar a los alrededores de Linz, tuvimos la gran decepción al contemplar los trajes rayados que cubría miserablemente los hombres famélicos, que agotados marchaban obedeciendo a los cabos de vara que los conducían a trabajos forzados. Sus voces y sus gestos eran acompañados de duros y feroces golpes.

¡Qué emoción invadió nuestros corazones! ¡Qué impresión tan desmoralizadora nos causó la presencia de tanta víctima!

Nuestras ilusiones, nuestro optimismo, fue destrozado en mil pedazos en un solo instante.

En nuestro pensamiento buscábamos el contraste de todas nuestras vicisitudes, no encontrando parangón a lo que estábamos presenciando.

Seres humanos, la mayoría luchadores en pro de la libertad, hoy considerados como criminales penados a vivir muriendo, dejando tras sí la estela del dolor inconmensurable, en una esclavitud ignominiosa,

Los atributos de la inteligencia y virilidad, sinónimo de los hombres, quedaban postergados y anulados, ante otros hombres convertidos en bestias humanas.

Silenciosos en la contemplación, nuestra moral vitalizada por intensa rebeldía, cristalizaba en nuestros rostros, más que el temor, el espíritu de lucha.

Nosotros, luchadores en pro de una justicia más humana, sancionamos desde aquel momento el criminal sistema nacional-socialista, entronizado por la mente de un monocéfalo que impuso el crimen, como sistema y método, para eliminación de todo lo que representase conciencia libre.

MAUTHAUSEN

Durante cuatro años, los alemanes hicieron una verdadera ciudad de terror y de crimen, donde miles de hombres de todas las nacionalidades hallaron la muerte más espantosa.

El día 1 de agosto de 1940, a las once horas de la mañana, entrábamos los «primeros españoles» en el campo de Mauthausen.

Al llegar a sus puertas, nuestros ojos observaron un frontispicio, simbolizando la calavera en tibias cruzadas sinónimo de muerte.

Las famosas águilas imperiales, creación del espíritu monstruoso hitleriano, presidían el tétrico recinto.

Nuestra ascensión al campo la efectuamos por un camino tortuoso.

El rigor del verano era sofocante. Los rayos ardientes del sol quemaban nuestros cuerpos, y el sudor corría por las frentes y mejillas, reflejándose en nuestros rostros demacrados y extenuados, el cansancio agotador.

[...]

* Fuente:

  • Amadeo Sinca Vendrell: Lo que Dante no pudo imaginar: Mauthausen-Gusen 1940-1945. Producciones Editoriales, Barcelona 1980, pág. 69-87

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